Cuando el jaleo de la feria se termina, cuando la noria deja de girar y las luces y la música se apagan, siempre hay fuegos artificiales para despedir la fiesta.
Cuando era pequeño iba con mis padres y mis hermanas a ver la pólvora que se encendía en la ermita del humilladero, a dos pasos de casa o en la explanada del parque. Era increíble ver cómo los cohetes subían muy, muy alto dejando una estela de luz y humo hasta estallar en mil colores allá en lo alto, con el fondo negro de la noche. ¡¡¡Y daban miedo!!!, sobre todo porque antes los teníamos muy cerca y siempre pensabas que explotarían al poco de subir o que te iban a caer las chuscas en la cabeza. Después había que subir corriendo a la plaza para buscar un hueco en los soportales, subirse a la base de una columna y aguantar lo mejor que pudieras el tremendo estruendo de la traca. ¡¡¡Ésa si que estaba cerca!!!. El retumbar atronaba y comprimía el aire. Los oídos te estallaban, los destellos blancos, amarillos y naranjas te cegaban y un espeso humo con el olor penetrante de la pólvora inundaba la plaza y envolvía al gentío en cuestión de segundos. Duraba poco pero era pura concentración de dinamita.
A la mañana siguiente nos juntábamos los chiquillos para recorrer lo que parecía un campo de batalla, buscando los cartuchos quemados y unas pequeñas bolitas metálicas impregnadas de ese fuerte olor que eran difíciles de encontrar.
He visto fuegos artificiales en muchos lugares y desde luego los más bonitos son los que se lanzan junto al mar (recuerdo una noche de San Juan en Alicante) o el impresionante espectáculo pirotécnico visto desde el Obradoiro en los fuegos del Apóstol. Siempre asocio la pólvora al Mediterráneo, quizás porque allí no hay celebración que se precie si no hay petardos.
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