Aunque los cielos de la ciudad no son los más idóneos para observar lo que ocurre cuando el sol calma su intenso fulgor de mediados de primavera, son los que tengo siempre a mano y muchas veces son con los que hay que conformarse. Pero aún así merecen la pena.
El jueves pasado la luna salía poco después de las nueve y media. Unas tres horas y media más tarde estaba llena en Sagitario. Después de la puesta de sol y de saludar al brillante Venus dirigí la mirada hacia el este, esperando ver la pálida luz de la luna asomar enorme por el horizonte. Pero las previsiones meteorológicas no se habían equivocado: allá, hacia levante, se acumulaban las nubes haciendo que la luna no se viera hasta que no hubiese subido por el cielo lo suficiente como para poder asomarse por encima de ellas.
Esperé a ver la luna, que no tardó mucho en alumbrarme, aunque ya no tan grande y amarillenta como cuando aparece entre la tierra y el cielo. Mientras esperaba estuve mirando al noreste para ver y escuchar bastante alejada la tormenta. Pude ver los cúmulo nimbos iluminados por los relámpagos y escuchar su lejano retumbar mientras, por encima de las nubes y de mi las estrellas brillaban tenues.
Esperé a ver la luna, que no tardó mucho en alumbrarme, aunque ya no tan grande y amarillenta como cuando aparece entre la tierra y el cielo. Mientras esperaba estuve mirando al noreste para ver y escuchar bastante alejada la tormenta. Pude ver los cúmulo nimbos iluminados por los relámpagos y escuchar su lejano retumbar mientras, por encima de las nubes y de mi las estrellas brillaban tenues.